viernes, 12 de marzo de 2010

Contracultura



Película de 1967, El graduado, se ha convertido en icono de la contracultura norteamericana, como lo pueden ser Easy rider y Cowboy de medianoche. Su director Mike Nichols, convierte la historia de Ben en un prototipo de la desilusión de una generación: me gustaría ser diferente, dice Benjamin-Hoffman, con un fondo de pecera. El protagonista en su periplo hacia un punto de fuga, donde definirse, reniega de un futuro planeado e impuesto. El sistema de valores, la vida proyectada, la comodidad de la clase media alta a través de los padres y de sus amigos, supone el contexto asfixiante de este antihéroe que conoce el sexo y las peripecias hipócritas del mundo adulto. La época en que se enmarca con fenómenos tan importantes como los movimientos antibelicistas, antiracistas y feministas junto a la toma de conciencia de la clase universitaria y de su politización fraguan un relato que trasciende la propia trama amorosa. Sin embargo en un primer visionado lo que nos cautiva, sin ir más allá de la intensidad dramática, y de unas vidas interiores (sobre todo la de Ben y la de Mrs. Robinson) construidas a través de los silencios, es lo bien engarzado que está el conflicto interior con la indolencia del mundo exterior (la sociedad, la familia).
Una dirección que acentúa el aislamiento de los personajes; un montaje que combina magistralmente la música de Dave Grusin y los temas de Simon & Garfunkel; y la interpretación soberbia de la pareja protagonista (Anne Bancroft, tan sólo seis años mayor que Dustin Hoffman) componen el ácido retrato de una sociedad opulenta y acomodada.
Nuestra propuesta de este viernes rinde homenaje a un director que ha hecho joyas como ¿Quién teme a Virgina Woolf? o Armas de mujer. La utilización del zoom y la cámara en mano, la visión subjetiva del protagonista, la elección de un actor desconocido en el cine, con un físico extraño, y la composición de un personaje pintoresco y memorable apuntalan el mito 43 años más tarde.

Óscar Hernández

jueves, 18 de febrero de 2010

desmitificando



La vida privada de Sherlock Holmes supone la excusa para adentrarnos en la filmografía de Wilder. Y la pregunta de rigor: ¿por qué precisamente la revisión del detective consultor más famoso de la literatura? Principalmente porque se trata de una obra que nos entretiene y nos convence. Pero también porque nos parece que sintetiza magistralmente las características del cine de Wilder: diálogos ágiles y muy ingeniosos, sobre todo en los primeros veinte minutos; recursos de estilo como el de la puesta en escena donde la posición de los actores, su silencios, resuelven, con una economía de medios sorprendente, multitud de conflictos internos que posibilitan la comprensión de la historia y de sus personajes; el uso de la ironía favorecido por una trama rocambolesca y disparatada para explicar lo enrevesado que somos cuando queremos convencernos de nuestros engaños. Es de 1970 y Wilder ha hecho ya unas cuantas obras que posiblemente perduraran por mucho tiempo.

Las anécdotas que giran en torno a esta producción son múltiples: desde el intento de suicidio del actor principal Robert Stephens, hasta la mutilación que la productora hizo de la obra original. Y la ambición de su autor queda registrada en las tres horas de la primera versión. De todas formas creémos que estamos ante una obra enorme. La pareja de personajes protagonistas dibujados por Wilder y su fiel colaborador I.A.L. Diamond no traicionan a sus homónimos literarios. El espíritu se mantiene: la resolución de problemas por medio de la inteligencia, el aislamiento de Holmes, su misoginia, su afición a la cocaína por un lado y la admiración evidente por parte de su cronista, compañero y narrador, el doctor Watson, con su complicidad y ayuda accidental, conexión de Holmes con el mundo y contraste para resaltar y suavizar las asperezas gélidas de aquél. Sólo que con diferencias en la exposición dramática de dichas cualidades. Y estos matices son los que desmitifican al héroe: ¿cómo puede ser la vida privada de un hombre, cuya única ocupación estriba en el constante ejercicio de su inteligencia? Solitario hombre moderno que se entretiene en una eterna partida de ajedrez. Wilder analiza precisamente eso, el punto débil de Holmes son los sentimientos. La sutileza en la que se muestran la ambigua y casi monástica vida sexual (Wilder confesaría luego que no tuvo el suficiente valor para mostrar la homosexualidad latente del personaje) con un exquisito juego en los diálogos, haciendo uso de la circunspección aparatosa y cómica del asunto del principio: aquél relato sobre los aspirantes a fecundar a la gran bailarina Petrova, que sirve para hacernos la pregunta sobre la naturaleza íntima de nuestro detective. Prontamente nos desviaremos del eje central (los sentimientos de Holmes) con un nuevo caso, que sin saberlo será la trampa y la excusa para descubrir que la lógica no lo resuelve todo. Mientras tanto lo legendario con el mito del monstruo del lago ness, y el artificio de la trama nos invita a la aventura sin olvidar el peligro inherente, el personaje de Gabrielle con sus mensajes en morse por medio de su sombrilla, encarna uno de los juicios de Holmes sobre las mujeres y su desconfianza hacia ellas.



La interpretación de ambos actores es uno de los platos fuertes de la obra, su convivencia normalizada con algún que otro apunte cómico, de verdadera pareja de hecho, la ingenuidad de Watson y su preocupación constante por el amigo y su adicción a las drogas, se combina con el orgullo y la ferviente admiración por el genio de aquél.

La música de Miklos Rozsa es otra de las razones por la que decidimos escoger esta película. En realidad se trata en su mayoría salvo la parte dedicada a la visita de los castillos, del concierto Opus Nº4 para violín. Su autonomía y su cadencia romántica con una melodía que puede desvelarnos la profundidad de un personaje en apariencia distante y desconocedor de los impulsos del corazón, supone el contrapunto y la voz interna, el aspecto más vulnerable de Sherlock Holmes.

A Wilder y a su cine volveremos en próximos programas. Su biografía, verdadera obra picaresca, y su propensión a inventar relatos que adornen, cuando no oculten, su pasado, merecerían varias películas y quizás alguna que otra novela. Las vidas imaginarias de Wilder fueron varias pero las reales también. El autor de joyas como El apartamento, El crepúsculo de los dioses, Primera plana o Con faldas y a lo loco, nació el 22 de junio de 1906 en el seno de una familia judía en Sucha Beskidzka, un pueblo del sur de Cracovia (circunstancialmente ya que los negocios del padre les obliga a no tener domicilio fijo). En el hotel de su padre Max el joven Billie (cuyo verdadero nombre era Samuel como su abuelo materno, aunque se le puso el nombre de Billie por Bufalo Bill) ya con seis años servía de gancho para que los clientes habituales pudieran ganar algo de dinero apostando al billar. Billie era tenaz, divertido y muy inteligente. Practicó el periodismo sensacionalista, con un estilo que ya apuntaba maneras sobre sus cualidades literarias y su aguda ironía y profunda observación sobre el comportamiento humano. Estando en Berlín sin dinero practicó la prostitución durante dos meses, y también esribió guiones que firmaba Robert Liebman de la Ufa. Y con una versión (hoy en día se diría remake) de una película escrita por él en Hollywood comenzó a sonar su nombre en la meca del cine (la ascensión del partido nacionalsocialista forzaría el resto).

Desde nuestro programa Rosebud invitamos a los que nos oyen a sumergirse en la obra de Billie Wilder, aquel que vivió casi un siglo, tan viejo como el cine, al que las poductoras le cerrarían el grifo en 1980, por ser una inversión peligrosa. Wilder viviría varias décadas más tras su jubilación impuesta. Sería testigo del cine de otros jóvenes, escucharía sus alabanzas como la de Trueba al recoger el oscar por Belle epoque, concedería entrevistas a otros jóvenes como Chris Columbus o Cameron Crowe. Billie Wilder cineasta, quizás dios.
Óscar Hernández

miércoles, 27 de enero de 2010

Un comienzo tópico



Resulta tópico empezar un programa de cine con la que es considerada desde 1998 por el instituto de cinematografía de Estados Unidos, como la mejor película de la historia. Al margen de este juicio discriminatorio y simplificador (las listas por definición lo son, además en este caso sólo figuran obras estadounidenses), Ciudadano Kane es la ópera prima de un joven de 26 años, y la única película que controló por completo de su carrera. Orson Welles después de una brillante experiencia en el teatro y en la radio con la compañía teatral The Mercury Theatre fundada por él, con jóvenes actores que lo seguirán acompañando, como Joseph Cotten, llevando adaptaciones tan ambiciosas como Los miserables de Victor Hugo o la polémica La guerra de los mundos de H.G. Welles, firmó un contrato con la RKO (que no quiso perder al genio capaz con una simple emisión radiofónica y sin proponérselo, de cundir el pánico en el país, con un seguro ataque alienígena). Bajo unas condiciones únicas al joven Welles se le otorgaba un porcentaje bastante elevado y un poder casi absoluto. Tras haber preparado la adaptación de El corazón de las tinieblas de Conrad y no poder llevarla a buen término por problemas económicos (hubiese sido interesante contemplar la reescritura wellesiana, donde se trocaba el escenario, ubicándose en Estados Unidos, y lanzando un mensaje contra los estados totalitarios) ofrece junto a Herman J. Mankiewicz (hermano del director), la historia de un magnate inspirado en William Randolph Hearst. Tras serios intentos por parte de este personaje histórico, de impedir que la película saliera a la luz, Ciudadano Kane termina estrenándose en 1941. Es nominada a cuatro estatuillas, de la que tan sólo se premia al mejor guión (único Oscar, compartido con Mankiewicz, que recibió Welles si obviamos el honorífico de 1970). Tuvo muy buena acogida por parte de la crítica pero mala taquilla.

Con este prodigio formal, Welles, se ha dicho, inventa el cine moderno: muchos de los recursos experimentales consiguen un hueco en ensamble de ritmo y biografía filmada (que aunque antecedente del biopic tan frecuente en estos días parece alejare con su cuota de ensayo filosófico). La obra de Welles comienza con este formato, a apartir de un reportaje periodístico, y lo toma como excusa para desmentirlo para ofrecer el único enigma que nos hace humanos y que por mucho que se muestre no podrá quedar registrado: Rosebud.



En cuanto al estilo, tras declarar que había visto unas cuarenta veces La diligencia de John Ford, Orson Welles nos brindó, con recursos que aún estaban a nivel de experimentación y nada normalizados, un montaje novedoso: la puesta en escena con esos techos agobiantes, el plano secuencia con los distintos niveles o capas de acción dramática (como bien nos explica Deleuze en su obra Imagen-Movimiento), la profundidad de campo con el uso del objetivo de 18´55 mm., el contrapicado, etc. Pero también el uso de la música (extraordinaria banda sonora de Bernard Hermann de una duración de 52 minutos) y los logros de guión: los saltos temporales y la lenta pero aplastante deconstrucción del héroe épico: la humanización del mito. Y todo al servicio de una historia que asombra por su ambición y por el resultado metafórico. Ríos de tinta han corrido y correran comentando y analizando esta obra.

Charles Forster Kane representa a los Estados Unidos como candidato a Imperio. La grandeza adolescente y egolatra, la influencia en los asuntos económicos y políticos que decidirán el rumbo del mundo, encubren en la figura de Kane, al huérfano de madre y de padre, al hijo adoptado del capitalismo (un banquero será el encargado de su tutela) y de una educación que se aleje del materialismo imperante. En Kane la lucha por unos ideales, desde su humilde y luego mastodóntico periódico, la reivindicación del pueblo, su frustrada carrera política, la relación con su mejor amigo, la relación con sus mujeres, se convierten en el inventario de su ambición personal: el coleccionista de objetos que también coleccionará personas será incapaz de conservar el cariño de los otros. La soledad del poderoso parece en Kane un requisito previo.

En este entramado biográfico Rosebud supone el recuerdo de todo lo que Kane quiso ser y no pudo ser. El propio personaje lo dice: si no hubiera sido tan rico hubiese llegado a ser un gran hombre. Rosebud es como la magdalena de Proust, pero al contrario, en vez de evocar una vida, construye el olvido de lo que nunca pudo ser. Y ese determinismo de la ley capitalista asusta. ¿El despiadado capital carece de ética? o tal vez somos nosotros que nos escudamos en esta pregunta errónea: el capital no puede ser ético, sino las personas que lo controlan.

Sea como fuere Rosebud y Kane son la cara y cruz de la misma moneda. La luz y sombra de un héroe engatusado por su propia grandeza y por su propio triunfo. Pero esa será, precisamente, su derrota.

Quizás elegimos esta película, su banda sonora y el nombre del trineo del joven Kane para estrenar nuestro programa, porque a pesar de lo tópico nos conmueve, y nos traslada al ejercicio puro y comprometido del arte. Rosebud, nuestro programa, no pretende tanto, tan sólo, y no es poco, ofrecer un espacio donde se pueda optar por la imaginación de los mundos posibles: recuerdos inventados, diría Vila-Matas.


Óscar Hernández