miércoles, 27 de enero de 2010

Un comienzo tópico



Resulta tópico empezar un programa de cine con la que es considerada desde 1998 por el instituto de cinematografía de Estados Unidos, como la mejor película de la historia. Al margen de este juicio discriminatorio y simplificador (las listas por definición lo son, además en este caso sólo figuran obras estadounidenses), Ciudadano Kane es la ópera prima de un joven de 26 años, y la única película que controló por completo de su carrera. Orson Welles después de una brillante experiencia en el teatro y en la radio con la compañía teatral The Mercury Theatre fundada por él, con jóvenes actores que lo seguirán acompañando, como Joseph Cotten, llevando adaptaciones tan ambiciosas como Los miserables de Victor Hugo o la polémica La guerra de los mundos de H.G. Welles, firmó un contrato con la RKO (que no quiso perder al genio capaz con una simple emisión radiofónica y sin proponérselo, de cundir el pánico en el país, con un seguro ataque alienígena). Bajo unas condiciones únicas al joven Welles se le otorgaba un porcentaje bastante elevado y un poder casi absoluto. Tras haber preparado la adaptación de El corazón de las tinieblas de Conrad y no poder llevarla a buen término por problemas económicos (hubiese sido interesante contemplar la reescritura wellesiana, donde se trocaba el escenario, ubicándose en Estados Unidos, y lanzando un mensaje contra los estados totalitarios) ofrece junto a Herman J. Mankiewicz (hermano del director), la historia de un magnate inspirado en William Randolph Hearst. Tras serios intentos por parte de este personaje histórico, de impedir que la película saliera a la luz, Ciudadano Kane termina estrenándose en 1941. Es nominada a cuatro estatuillas, de la que tan sólo se premia al mejor guión (único Oscar, compartido con Mankiewicz, que recibió Welles si obviamos el honorífico de 1970). Tuvo muy buena acogida por parte de la crítica pero mala taquilla.

Con este prodigio formal, Welles, se ha dicho, inventa el cine moderno: muchos de los recursos experimentales consiguen un hueco en ensamble de ritmo y biografía filmada (que aunque antecedente del biopic tan frecuente en estos días parece alejare con su cuota de ensayo filosófico). La obra de Welles comienza con este formato, a apartir de un reportaje periodístico, y lo toma como excusa para desmentirlo para ofrecer el único enigma que nos hace humanos y que por mucho que se muestre no podrá quedar registrado: Rosebud.



En cuanto al estilo, tras declarar que había visto unas cuarenta veces La diligencia de John Ford, Orson Welles nos brindó, con recursos que aún estaban a nivel de experimentación y nada normalizados, un montaje novedoso: la puesta en escena con esos techos agobiantes, el plano secuencia con los distintos niveles o capas de acción dramática (como bien nos explica Deleuze en su obra Imagen-Movimiento), la profundidad de campo con el uso del objetivo de 18´55 mm., el contrapicado, etc. Pero también el uso de la música (extraordinaria banda sonora de Bernard Hermann de una duración de 52 minutos) y los logros de guión: los saltos temporales y la lenta pero aplastante deconstrucción del héroe épico: la humanización del mito. Y todo al servicio de una historia que asombra por su ambición y por el resultado metafórico. Ríos de tinta han corrido y correran comentando y analizando esta obra.

Charles Forster Kane representa a los Estados Unidos como candidato a Imperio. La grandeza adolescente y egolatra, la influencia en los asuntos económicos y políticos que decidirán el rumbo del mundo, encubren en la figura de Kane, al huérfano de madre y de padre, al hijo adoptado del capitalismo (un banquero será el encargado de su tutela) y de una educación que se aleje del materialismo imperante. En Kane la lucha por unos ideales, desde su humilde y luego mastodóntico periódico, la reivindicación del pueblo, su frustrada carrera política, la relación con su mejor amigo, la relación con sus mujeres, se convierten en el inventario de su ambición personal: el coleccionista de objetos que también coleccionará personas será incapaz de conservar el cariño de los otros. La soledad del poderoso parece en Kane un requisito previo.

En este entramado biográfico Rosebud supone el recuerdo de todo lo que Kane quiso ser y no pudo ser. El propio personaje lo dice: si no hubiera sido tan rico hubiese llegado a ser un gran hombre. Rosebud es como la magdalena de Proust, pero al contrario, en vez de evocar una vida, construye el olvido de lo que nunca pudo ser. Y ese determinismo de la ley capitalista asusta. ¿El despiadado capital carece de ética? o tal vez somos nosotros que nos escudamos en esta pregunta errónea: el capital no puede ser ético, sino las personas que lo controlan.

Sea como fuere Rosebud y Kane son la cara y cruz de la misma moneda. La luz y sombra de un héroe engatusado por su propia grandeza y por su propio triunfo. Pero esa será, precisamente, su derrota.

Quizás elegimos esta película, su banda sonora y el nombre del trineo del joven Kane para estrenar nuestro programa, porque a pesar de lo tópico nos conmueve, y nos traslada al ejercicio puro y comprometido del arte. Rosebud, nuestro programa, no pretende tanto, tan sólo, y no es poco, ofrecer un espacio donde se pueda optar por la imaginación de los mundos posibles: recuerdos inventados, diría Vila-Matas.


Óscar Hernández

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